La policía apenas podía contener la masa de curiosos que se agolpaba aquella tarde en torno a la estatua del penitente, junto a la puerta de la Iglesia de San Francisco, en cuyo aguzado capirote de bronce se hallaba trágicamente empalado aquel formidable animal, las alas aún aferradas espasmódicamente a sus escasos minutos de vida.
Nadie pudo jamás aventurar la
causa que lo llevó a terminar de aquella terrible manera y el luctuoso episodio
fue objeto de conjeturas de toda índole durante mucho tiempo en la ciudad.
Desde aquel día, sobre el tejado
del cercano edificio llamado popularmente “La casa de los dragones”, de las
cuatro originales, ya sólo se podían contemplar tres fabulosas figuras aladas,
dominando la calle con el soberbio ademán propio de los seres mitológicos.
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